miércoles, 20 de enero de 2010

24 horas en Barcelona


Estoy estancado en Madrid. Empezamos mal, Barcelona. En casa me contaron que eras la reina de Europa por estos tiempos; que no se puede pasar por aquí sin coquetearte. Ya me empezaba a enamorar la sola idea de pasar una noche en ti: me habían prometido buena compañía, un vino, un cigarro y una boleta para el gran circo europeo en que se ha convertido el festival Sónar. Sin tiquete en la mano, lo sé, estoy tan lejos de ti, Barcelona, como el marroquí que a esta hora lucha contra el mediterráneo en la soledad de una panga sin matrícula.


La idea inicial era dejar atrás la capital; gastarse las ocho horas de viaje en bus hasta Cataluña y, entrada la noche, ya con Barcelona bajo la suela de mis zapatos, dejarme caer en el juego multicolor del festival musical y de arte digital que desde hace 15 años le abre la puerta al verano mediterráneo de Cataluña. Nada de eso. Por un error de señalización, el bus abandonó la estación desde la bahía equivocada y, según nos dicen con esa tosquedad tan madrileña en la taquilla a mí y a la veintena de personas en la misma situación, no hay cómo llegar hoy a la ciudad condal. Adiós Sónar.


Veo la gente y los buses pasar mientras me intento divertir con los ventiladores que esparcen una tenue red de agua por todo el lugar subterráneo que hierve bajo el asfalto de la Avenida Américas. Paso mi cara por el rocío como para espantar los fantasmas y finalmente decido viajar en la madrugada. Así pierdo dos cosas: una de las poquísimas noches que tenía para divertirme en Barcelona y la felicidad que me consumía el llegar hasta la ciudad de la que todo el planeta está hablando.



Al final de la Rambla

8:00 am. Abro los ojos y salto del bus. Ahí está Barcelona cubierta por un abrigo gris, lluvioso. Rara urbe. Es la primera de Europa en la que siento cierto aire de arrabal, de descuido. Hago una llamada. “Ehh, si quieres nos vemos en la casa a eso de las 5 de la tarde… Apenas estamos saliendo del Sónar que estuvo súper y ahora vamos para la casa de unos amigos a dormir”, me dice mi anfitriona. Pateo tres piedras, recuerdo que el mochilero no llora ni gasta más de lo vital y me enfilo resignado hacia el lugar con más negrilla del mapa turístico.

En la boca de la Rambla, un paseo tan famoso y visitado por extranjeros como evitado por los catalanes, pido un desayuno árabe que me pone a añorar a Madrid, una ciudad que jamás hizo el mínimo esfuerzo por ganarse mi cariño. Rambla abajo, mascullando una maldición con el paraguas sobre mi cabeza, me antojo de llevarme algo del mejor equipo de fútbol del mundo. Por una camiseta que bien pudo ser confeccionada en las hilanderas de Fontibón, un catalán cejudo por poco me saca de mala manera los tres centavos que me quedaban en los bolsillos.


Empezamos mal, Barcelona. Seguimos peor, Cataluña. Por qué será que cuanto más uno espera menos recibe. No es momento para huir pero cuanto me gustaría. En este momento odio a Woody Allen y la banda sonora de su maldita película Vicky Cristina Barcelona. “¿Por qué tanto perderse, tanto buscarse, sin encontrarse?”, se pregunta la canción que abre el filme. Estoy que me cago en la ostia, en Fito y hasta en los Fitipaldis. Recuerdo ahora una parte de una de sus canciones que le canta a la Rambla y que viene perfecto para el momento.


O te buscas una novia
que te quiera escuchar
y te cuelgas de ella
o te tiras al mar.


¡Vaya una idea de tirarse al mar! De repente recuerdo que Barcelona tiene mar. Sería un mentiroso si dijera que al final de la Rambla, como en aquella canción, me encontré con la negra flor, una de esas mujeres sirena que uno viene a buscar a orillas del Mediterráneo. Lo que sí puedo decir es que había olvidado por completo que Barcelona tenía mar y que no fue sino acordarme para que dejara de llover. Guardo el paraguas y corro como loco hacia las olas. Al final de la Rambla me encontré con la estatua de Cristóbal Colón señalando el inmenso mar. Desde allí, desde el puerto antiguo, se puede ver a plenitud la playa de Barceloneta, los yates, el valle en el que se enclava la ciudad, el teleférico que sobrevuela el mediterráneo, las construcciones nuevas y las de inspiración árabe; los contrastes de una ciudad del medioevo y de lo contemporáneo, de los latinos y los góticos, de los dueños del mundo y los mochileros.
 

Y en el bar el camarero

me dijo no sé

búscala en la playa

y en la playa busqué


Allí empecé a encontrar a Barcelona. El barrio gótico, la arquitectura de Gaudí, los museos, las playas, el Camp Nou, la calidez de los catalanes, la Iglesia de la Sagrada Familia y los mercados populares no son sólo adornos de una guía. En verdad estos atractivos, digamos, “turísticos”, te van envolviendo hasta que la ciudad entra para siempre en tu ser, como una mujer que se desviste despacio y que da segundas oportunidades. Después de recorrer la ciudad sin prisa y, lo más importante, sin esperar algo a cambio, lentamente, fui olvidando los malos tragos. A riesgo de caer en el cliché tengo que decir que sólo entonces como viajero se entiende que lo importante es el camino.


Noche en Cataluña. Asalto 2.

Agazapada, lenta pero segura, la noche espera. Se ve venir como el automóvil que en medio de la oscuridad cambia a luces bajas. Los chiringuitos de Barceloneta empiezan a arder. No hay manera de explicarlo diferente. La fiesta, el gentío, la mezcla de razas, la desnudez y la playa crean una belleza única para una ciudad que funde en un solo elemento a los Pirineos y el Mediterráneo. Los bares a la orilla de las olas se llenan de curiosos y fiesteros mientras el sol se esconde detrás de las montañas.


Por fin logro llegar hasta la casa de mis anfitriones, una matrimonio colombo-catalán de hippies adorables. Me cuentan los pormenores del Sónar pero ya no me importan. Estoy feliz de robarme a Barcelona aunque sea por dos noches. Me preguntan por mi fecha de regreso a Colombia. Hacemos cuentas y se lamentan porque no voy a poder asistir a la noche de San Juan en la que literalmente los catalanes prenden la ciudad. Cada 23 de junio, para celebrar el solsticio de verano, se encienden hogueras, se lanzan juegos pirotécnicos, fuegos y bengalas mientras las comparsas que recorren la ciudad dejan una estela de fiesta por donde quiera que pasen.


El destino de esta noche es la playa de El Prat de Llobregat, un poblado industrial a las afueras de Barcelona. La movida electrónica de Europa reunida en el Sónar remata en estas arenas. Al llegar allí, uno se pregunta cómo es que tanta gente de tantas partes del mundo pudo alcanzar estas playas. “Mi mente está llena de caras de gente extranjera. Conocidas, desconocidas, he vuelto a ser transparente”, dice la canción escogida por Woody Allen. Es como si, por alguna conspiración divina o barcelonesca, todo se hubiera dado misteriosamente para pasar la noche en compañía de los españoles, los franceses, los alemanes y los centroamericanos de más allá. Todos bailando a la orilla del mediterráneo sin más preocupación que la de tener estrellas en el cielo.


Se acerca la madrugada y las sombras empiezan a hacerse reconocibles. Recuerdo las últimas 24 horas: la fiesta, la pareja de hippies que sin conocerme me abren las puertas de su casa, la libertad del mar, los quioscos con la música de las olas, las calles góticas y los mosaicos de Gaudí. Pienso en todo eso y concedo: este no fue un amor a primera vista. 24 horas después de mi arribo a Cataluña, recuerdo también la Rambla. No al final de ella sino al final de la noche, encuentro yo también a mi negra flor.

2 comentarios:

Lía Vioelta dijo...

Se lee muy bonita la memoria reposada. Y te imagino por allá tan lejos, aunque ahora sólo estés a 9 horas de mí y de todas maneras te extraño. En Barcelona, en la Guajira, en Medellín, siempre te extraño.

Juan Diego López dijo...

Hey Juan, que buen relato, se nota que no has perdido el tiempo, por ahí te ví hace rato en unas fotos acompañado de una sueca... y ahora en España y... quién sabe cuántos lugares más!!
Que bueno!!
Suerte.