miércoles, 27 de mayo de 2009

Sucia cero

Cuenta regresiva. No hay tiempo para pensar ni tampoco para lamentar. Lo que se hizo, pasó. O bien me estampan el pasaporte y me largo, o me dicen “no” y punto. En 36 horas sale el avión, en doce cierran el consulado hasta nuevo aviso y en dos minutos terminaré esta cerveza.

Ustedes que me ven aquí riendo, olvidando y hasta bailando lo saben bien. Mañana temprano voy a saltar de la cama, muy probablemente con un dolor de cabeza y la ansiedad en su punto más alto, tomaré el teléfono y sabré si se cumplen todos los planes que minuciosamente he construído en las últimas semanas. Puedo ver la punta del Airbus a la salida de este bar. Al otro lado de la línea contestará una mujer de cabellos dorados.

Estará a 22 cuadras, calle 72 con carrera séptima en Bogotá, reguero de ciudad, cuna de mamertos poetas y malandrines. El consulado, a 22 cuadras, se encuentra a unos cuantos metros por encima del barrio más rico de bogotá. Desde la ventana se puede ver la bolsa de valores de Colombia, los buses que rugen sin clemencia, los que cruzan la calle atestada de vendedores ambulantes.

De tanto ver a los suecos algo se le debe haber pegado al celador: es tan amable que uno empieza a desconfiar. “Tal vez está esperando —le da por pensar a uno que es bien bruto— que está esperando a que la sala quede vacía para sacarme a patadas”. Pero no. En el consulado sueco te ponen a esperar pero para qué: no es como el gringo y si no me dan la visa me regalarán al menos una mirada de lástima.

No es que la necesite; no es que la quiera. Pero al menos me darían algo. El gringo aquel detrás de la ventana ni siquira me miró a la cara ¡Asco! Te entregan un papel, el pasaporte y por ahí derecho la mala noticia; porque uno entiende de una vez y para siempre que hay cosas que no son de uno. Parece un Mc Donalds o la catedral del santo sepulcro con la cantidad de gente que va a rogar.

De hecho eso fue lo que más me impactó. La gente se viste como si fuera a ver al cura o hasta al santísimo. Las mujeres jóvenes se apuntan el escote, los hombres maduros la corbata y las abuelitas las enaguas. Todo el mundo mira para un lado y para el otro, como si estuvieran haciendo algo sopechoso. En todo el lugar reina un silencio que no teníamos en mi colegio cuando esos curas pederastas daban misa.

Y dale la cerveza pa abajo y dale que dale las burbujas pa arriba. 22 cuadras al norte, llega un mono con cuerpo de bolis con una mona teñida de la mano. En un folleto promocional, te das cuenta también de que en Suecia no hay alambrados, la gente puede caminar por donde le de la gana sin pedirle permiso a nadie sólo porque así es más chévere para todo el mundo. La “señorita” llega en tacones, con las uñas pintadas de rojo y ropa deportiva que no le esconde ni las tetas, ni el culo, ni el plástico de sus labios. ¡Andá Cenicienta que te espera el castillo en el suburbio del viejo continente! Qué más da, como las burbujas, todos tratamos de escapar.

¡Ahh sí! Estoy en un bar a unas horas de conocer mi suerte. Pero estoy es recordando el consulado aquel en el que te recibe la foto de un hombre con frac —pilas señores del DAS que estoy escribiendo sobre un vestido y no acerca de un grupo revolucionario— y una mujer adornada por las joyas más costosas del mundo. Después de conocer a los reyes te recibe una mujer de edad y cabellos claros. Estos suecos tienen fama de buena gentes. Se les nota que lo son pero te hacen saber que no sos de allá.

Como en la americana, te hacen verlos a través de una pared de vidrio. Y ni se acerque ni haga nada raro, señor. Te pregunta que para dónde vas, que si de verdad trabajás donde uno trabaja. Luego se queda con tu pasaporte y te pone a penar por varias semanas y también le da por dar a conocer su decisión real apenas unas horas antes de que salga el avión.

¡Salud!

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Salto de la cama, con dolor de cabeza y la ansiedad en su punto más alto. Tomo el teléfono y una mujer de cabellos dorados me dice que por ahora no necesito cambiar mis planes. Puedo ver la nariz del Airbus a la salida de mi elevador.

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