miércoles, 3 de septiembre de 2008

El niño cabellos de fuego

Hoy soñé con Mario. Iba subiendo la montaña asfaltada del barrio Buenos Aires de Medellín. Al menos así lo asumí entre la nebulosa y premonitoria magia de los sueños, como recordando sus historias que casi siempre tenía ese escenario empinado. No sé la razón de por qué nunca me gustó ese barrio y por una obvia razón, durante esta mañana, sentía un peligro acechando en sus calles oníricas.

Al principio confundí a Mario con su hermano. Quizás -pensé, soñé- su cabello se había agriado y ya no era ese naranja chocolate que hacía que, bajo la luz vespertina, brillara como un sol rabioso. En la sombra, se le acentuaban las mil pecas que estrellaban su cara y su cabello se oxidaba un tanto.

Cada vez me acercaba más. Al parecer subía la loma en moto, en todo caso a mejor paso. Seguía inquieto, con la duda aún sin responder. Luego, todavía de espaldas a mí, pude ver la 'v'. Sus más amigos podíamos decirle 'Vario' y escapar de sus nudillos telúricos. Era un chico de calle. De los que en tres segundos acierta cuatro golpes en el rostro. Era flaco y bajito. Y por eso los que vimos cómo molió a golpes a un infeliz no volvimos a tentar sus puños. Todos, hasta los más amigos, le tomamos una distacia prudente cuando fruncía el seño de verdad.

Era un pelado de calle, rodeado de hijos de la calle. Uno de estos le asesto el golpe que lo marcó para el resto de su vida. Con toda su fiereza en los nudillos, Mario no pudo ver al traicionero que le puso un palo de sombrero. La cicatriz, enorme, la unica parte blanca de la parte posterior de su cabeza, dibujaba una gaviota que volaba entre el atardecer crepuscular de su cabellera naranja.

'Vario' vivía en un horfanato con su hermano, en Buenos Aires, en el "hogar", como él le decía. Allí gastaba gran parte de su tiempo con el auricular en la oreja. Pasaron más de dos años sin vernos las caras pero sentía su ausencia si pasaba más de una semana sin recibir una llamada telefónica. Hoy me da verguenza admitir que a veces quería cortar esa amistad virtual. Hasta el día de hoy no nos habíamos vuelto a ver. No había mucho de qué hablar, pero cada vez que lo hacíamos podía sentir ese extraño cariño que él sentía por mí. Por Andrés también.

Creo que Andrés y yo siempre fuimos para él una especie de padrinos. El colegio -privado, costoso, con uno que otro niño malcriado-, sospecho, fue un mundo diferente, que aunque no lo rechazaba porque casi todos lo queríamos, creo, no dejaba de ser apabullante.

Lentamente fui descubriéndolo: Primero su perfil, el pelo que perdía la opacidad que creí advertir y que se encendía de nuevo. Luego por fin su rostro. Era él: !Carlos!

Sólo hasta esta línea me llega de repente su nombre completo: Carlos Mario. Se sentaba a mi lado porque compartimos el mismo apellido paterno.

-¿Juan David Montoya?
- Presente
-¿Carlos Mario Montoya?
-Presente

También ahora me da verguenza admitir mi mojigatería infinita. Cansado de que Mario dijera que había ganado séptimo por cuenta de sus miradas furtivas a la hoja de mi examen, le había dicho que lo mejor sería que en el próximo año, rompieramos esa realación. "Por su bien", me mentía. Creo que sentía un poco una falsa injusticia. Pero, también, siempre creí que Mario era muy inteligente. Tanto que, pensaba, no necesita estudiar ni tener una linda mesita con computador para pasar los exámenes. En ese entonces creí que tampoco necesitaba mirar mi hoja.

A pesar de esta situación -la cual nunca nos causó problemas-, después de que salió del colegio ya no recuerdo por qué, Carlos seguía llamándome sagradamente cada semana. Y hoy también recuerdo a Mario por otra cosa. Termino de leer un libro en el que el autor exorciza, por medio de la escritura, la figura de su padre asesinado.

Es Medellín, es Buenos Aires en una calle empinada y Mario me mira, sonrié y entrevé que dudo que sea él. Un día, sin más, dejé de recibir sus llamadas. Creo que tuvo que ser vacaciones cuando me llamo Andrés. Me dijo unas palabras cortas, tímidas, que hoy se confunden en mi memoria como si hubiera sido parte del sueño de hoy.

Años han pasado y, ni yo, ni Andrés, hemos tocado el tema abiertamente. Por muchos años hice como si nunca hubiera recibido esa llamada. Me imagine que Carlos, simplemente, se había cansado de llamar. Un día nos encontramos Andrés, el hermano de Carlos -que estaba gigante- y yo. No tocamos el tema. Yo pude quedarme en la ilusión y por unos días más pude evitar el duelo.

Solo hasta hoy, que sentí su ausencia al despertar, después de que pensé que estaba vivo, de que él mismo me decía en sueños que no era una copia de su hermano, que no había muerto -como me dijo Andrés en esa llamada que aún me niego a recordar- por una bala perdida, en manos de su hermano, en el barrio de Buenos Aires, en Medellín, mientras salía del "hogar" a comprar un par de empanadas; solo hasta hoy, repito, cuando Carlos entre sueños me dice que era él mismo, me hago a la idea de que quizás, tan solo en sueños, pueda volver a verlo mientras yo permanezca en en este mundo.

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